Hoy día vivimos una invasión de neurociencias. Todo el campo de lo psicológico hace un tiempo que está dominado por esta tendencia “neuro”, con lo que ha ido quedando de lado la dimensión social, histórica, “humanística” en sentido amplio. Lo “neuro-científico” se presenta como expresión acabada de “la” ciencia, como saber riguroso y sistemático, con lo que se pretende dejar a un lado ese campo de lo histórico-social, lo que se tiene por “no científico”, dudoso, por tanto, inexacto, casi rayano en la habladuría. De ahí a la chabacanería, un paso. Las neurociencias, en tal sentido, intentan ser la expresión más acabada de la seriedad.
En esa apreciación se transmite un modelo de ciencia que, en términos
epistemológicos, ya está totalmente rebatido y superado: el “saber” no es solo
el que ofrece la medición, el laboratorio con el control de todas las
variables, la fría asepsia. Las modernas teorías físicas o matemáticas,
incluso, arquetipo primero del saber científico, hoy día apuntan también a la
indeterminación, al caos, a la incertidumbre (véase la física cuántica, o la
teoría de los fractales, por ejemplo, donde siempre hay algo misterioso en
juego). El criterio (o prejuicio) positivista de la hiper-medición como
criterio determinante no aplica para los complejos vericuetos de lo humano. Si
el macrocosmos social es tan “raro”, incierto, cambiante, mucho más lo es el
microcosmos de lo psicológico, de la subjetividad.
Reducir las complejas, intrincadas, en numerosos casos incomprensibles
reacciones
humanas -eso es lo que estudia la Psicología- a procesos neuronales, a
instancias físicoquímicas, a asociaciones sinápticas en la corteza cerebral, es
cuestionable. Los fenómenos humanos, individuales o sociales, no se agotan en
explicaciones biológicas. Pero hoy, con una fuerza creciente, se asiste a un
posicionamiento de las llamadas “neurociencias” que se erigen como la llave
explicativa de la conducta humana. Tal explosión tiene causas bien
determinadas: habría una “normalidad” en juego, y por tanto una desadaptación.
Para esto último, para “corregir” esas disfuncionalidades, está esperando una
larga batería de psicofármacos listos para su consumo.
Dicho de otro modo: las neurociencias responden al posicionamiento de la
industria
farmacológica global que, amparándose en una pretendida cientificidad rigurosa
(resabios de un pensamiento decimonónico ya descartado por Freud en los inicios
de su producción intelectual) intenta hipermedicalizar el ámbito Psi, llenando
de psicofármacos aquello que, en realidad, no se arregla con “pastillas” sino
con significaciones humanas. Es decir: ¡buen negocio para los fabricantes de
pastillas!
Estas neurociencias pretenden explicar todo lo humano, la tristeza y la
felicidad, las
relaciones sociales, el poder, la violencia…. Y para eso están los medicamentos
como
“solución”. Con esta exposición se pretende abrir una discusión al respecto,
porque
entendemos que nuestro gremio, ganado cada vez por este espejismo de la
“ciencia exacta”, debe reflexionar críticamente al respecto.
ENSAYO
“Si usted quiere, puede”, “Todo depende de usted”, “Ser exitoso es una cuestión
de
actitud”, “No se estrese, maneje adecuadamente su ansiedad”, “¡Sea positivo!”,
“¡Eleve su autoestima!”. A lo que se podría agregar, necesariamente en lengua
inglesa: “Don’t worry! Be happy!”, tan representativo de los tiempos que
corren, cuando se habla insistentemente de “resolución pacífica de conflictos”
y rechazo a todo tipo de manifestación violenta.
Expresiones como todas estas se han hecho cosa habitual en nuestra vida
cotidiana; una psicologización, bastante cuestionable en términos
epistemológicos o, mejor dicho: una vulgarización de saberes que atañen a la
subjetividad, recorre nuestro sentido común, llenando de “tips” (hay que
decirlo en inglés) el vocabulario diario. Según nos dice (nos obliga) esta
andanada de directrices, hay que ser resilientes, políticamente correctos y
buscar superarse continuamente, tener emociones positivas y sonreírle a la vida
con optimismo.
¿Qué significa esta proliferación de “sanos consejos”, o “recetas para
ser feliz y triunfar en la vida” que ahora nos inunda? ¿Cómo entender este auge
de “técnicas” que parecen servir para todo (para individuos y para empresas, o
sea: para estas grandes familias con “colaboradores” y no “trabajadores”), tips
que resuelven problemas y marcan el camino hacia una pretendida aurora
beatífica llena de éxito? Más allá de toda esta parafernalia psicologista que
se ofrece como llave para un mundo libre de conflictos y problemas, conviene
preguntarse si esto es posible (el único paraíso es el paraíso perdido, se ha
dicho por ahí), si realmente podremos entrar al edén que todos estos
dispositivos parecen ponernos a nuestra disposición, o si hay aquí un puro
espejismo insostenible (engañoso).
O más aún, debemos intentar averiguar si este auge de “buenas prácticas”
que nos promete una homeostasis sostenida se agota en buenos deseos, o si hay
allí agenda oculta, si existen otros intereses tras todo esto, no
explícitamente formulados. Rápidamente debemos preguntarnos, al hacernos estos
planteamientos, si no pecamos de “paranoicos”, para usar una terminología del
ámbito de la salud mental ya que estamos hablando de esto; es decir, si no
vemos fantasmas donde no los hay. “Conspiranoicos”, como se ha dado en llamar
últimamente. El análisis sopesado mostrará que no: hay engaño en juego.
¿Qué significa esta avalancha de “Psicología positiva”?, para usar un
término tan a la moda actualmente. Si hay una tal psicología “positiva”,
evidentemente debe haber una “negativa”, de ahí la necesidad de marcar la
diferencia. Según la definiera Martin Seligman1 en 1999, la misma consiste en
“el estudio científico de las experiencias positivas, los rasgos individuales
positivos, las instituciones que facilitan su desarrollo y los programas que
ayudan a mejorar la calidad de vida de los individuos, mientras previene o
reduce la incidencia de la psicopatología”. Existe un enorme campo en esta
siempre mal definida y problemática ciencia llamada Psicología donde, en estos
últimos tiempos, pudiera decirse que hay una avanzada para borrar lo que tiene
connotaciones negativas, apestosas.
Recordemos la frase de Freud -pareciera que en realidad nunca
efectivamente pronunciada- al acercarse a la costa neoyorkina para dictar sus
famosas Cinco Conferencias en la Clark University en 1909, cuando le habría
dicho a su acompañante Carl G. Jung: “no saben que les traemos la peste”.
Todo este esfuerzo de entronizar la felicidad, lo “positivo”, podríamos
decir “la buena
onda”, en detrimento de esa “peste” que abriría el Psicoanálisis, huele raro,
despierta dudas. No está de más mencionar -porque, sin dudas, hay una
articulación en ello- que esa cosmovisión triunfalista y glamorosa reniega
radicalmente de la idea de conflicto. No por casualidad en estas pasadas
décadas de políticas neoliberales a ultranza se enaltecieron los Métodos
Alternativos de Resolución de Conflictos; o sea, se dejó visceralmente de lado
a Marx para pasar a Marc’s (Métodos Alternativos de Resolución de Conflictos).
Del mismo modo se deja ¡visceralmente! de lado la “peste” introducida por la
revolución freudiana (el inconsciente) para endiosar esa “ciencia” de la
subjetividad (ahora rebautizada con el “muy científico” prefijo neuro),
especialmente preocupada por la superación de lo “negativo” (¿léase
“conflicto”?). O sea: glorificación del Yo, de la conciencia, de la razón, de
la “adaptación” a la “normalidad”, con la base “rigurosa” que otorgan las
neuro-ciencias.
Algo llama la atención en todo esto: ¿por qué ese énfasis tan marcado en
tapar, negar,
superar lo conflictivo? ¿Por qué esa casi obsesiva necesidad de construir esa
Felicidad con mayúscula, esa machona insistencia en el optimismo, en el “Don’t
worry, be happy!”? ¿Acaso la dimensión humana se marca solo por esa faceta? Las
dos máscaras del teatro, comedia y tragedia, parece que lo expresan mucho
mejor. O lo dicho por Antonio Gramsci, que con mucho tino llamaba a “actuar con
el pesimismo de la razón y el optimismo de la pasión”.
La tendencia que parece marcar todo lo Psi contemporáneo es esa búsqueda
casi desaforada de hacer a un lado lo “molesto”. Ahora bien: ¿molesto para
quién? Resuena ahí, tras esa declarada y nunca oculta intención, una idea
adaptacionista, normativizante. Habría una “normalidad” determinada, y junto a
ella “desviaciones” (enfermedades, incomodidades, rarezas). Siguiendo esa
cosmovisión, hay un patrón homeostático, un equilibrio, una media normal. ¿Y el
conflicto? Es un molesto cuerpo extraño, hay que eliminarlo. La antigua idea de
“instinto” (adaptación en el reino animal) no ha desaparecido. Aunque lo humano
supera con creces el instinto.
Autor famoso en este campo, creador del método PERMA para alcanzar la felicidad
por medio de cinco pasos: Positive Emotions (Emociones Positivas), Engagement
(Involucramiento), Relationship (Relaciones), Meaning (Significado) y
Accomplishment (Logro).
Estamos ante un planteo del más rancio corte biológico positivista. En
ese sentido las hoy tan “a la moda” neurociencias brindan el soporte directo
para ese paradigma de todo el campo Psi. La “peste” del Psicoanálisis fue muy
bien combatida en Estados Unidos, y gracias a la inoculación de ese poderoso
antídoto de la “normalidad”, los países que son su caja de resonancia natural
en lo concerniente a la Academia, como es el caso de Guatemala, repiten
similares patrones de Psicología adaptacionista. Las neurociencias -“objetivas”
por excelencia-, encumbradas en lo más alto del pináculo de las “ciencias de la
mente”, pasaron a ser entre nosotros un elemento fundamental. Para ser
“científicos” con todas las de la ley, hay que adentrarse en ellas dejando de
lado esas “oscuras cavilaciones” subjetivas, supuestamente indemostrables. ¡El
inconsciente no se puede medir en laboratorio!
Los prejuicios epistemológicos decimonónicos no parecen haberse
retirado. En absoluto. De acuerdo a esos anacrónicos planteos, solo es un saber
riguroso aquél que pasa por el laboratorio. En otros términos, se sigue
equiparando lo humano a ratas experimentales, a los perros de Pavlov. Ciencia,
en tal sentido, es solo lo que se puede medir fehacientemente. Lo demás no deja
de ser charlatanería. Los manuales experimentales de John Watson de principio
del siglo XX no han variado en lo sustancial en cuanto a compresión de qué
somos (y qué hacer al respecto).
Evidentemente Freud sabía lo que decía cuando llegaba al puerto de Nueva York:
en el país modelo del capitalismo, donde todo es mercancía para la compra-venta,
donde el american way of life implica necesariamente el final feliz, donde el
ícono por antonomasia es el “triunfador” de alguna fantasía hollywoodense,
hablar de discordia es sacrílego. Y justamente esa visión de lo humano dada por
la Psicología de la felicidad -para el caso, amparada en las neurociencias-, no
puede tolerar el disenso, la desarmonía, el conflicto.
El paradigma en cuestión puede parecer trivial (o lo es), pero mueve
toda la estructura que esa forma de hacer Psicología puede llamar alegremente
“ingeniería humana”. Como paradigmático ejemplo, un reputado estudio en la
materia
lo permite ver con claridad: “La activación prolongada de una región del
cerebro llamada estriado ventral está directamente relacionada con mantener
emociones y recompensas positivas. La buena noticia es que podemos controlar la
activación del estriado ventral, lo que significa que disfrutar las emociones
más positivas está en nuestra mano.” De lo que concluye inmediatamente que “las
emociones positivas promueven una mejor conexión social.” Por tanto, con
“acciones positivas” todo va mejor (suena a campaña publicitaria de alguna
marca afamada, ¿verdad?).
La cuestión es definir qué son esas acciones positivas, ese optimismo
con el que hay que enfrentar las cosas. ¿Olvidarse que hay conflicto? “El
psicoanálisis no promete ni puede prometer armonía alguna entre y para
los hombres. Solo le cabe alertar acerca de la inevitabilidad de una discordia
eterna, de un malestar insalvable que, por una parte, es inherente a la cultura
y lo atormenta, pero que, por otra, es motor fundamental de ella, de su
posibilidad de vivir y sobrevivir, riesgosamente, siempre más o menos próxima
al límite de su autodestrucción. De ahí que el calificativo más común para el
psicoanálisis sea el de obra pesimista. Pero la reacción es comprensible: la
cultura no puede sobrevivir sin ilusiones, los hombres necesitan creer
imperiosamente en un futuro venturoso, que los libere de las privaciones del
presente”, dice bellamente Daniel Gerber.
El conflicto, la desavenencia, el desencuentro, el choque de contrarios,
la contradicción (todos elementos negativos que horrorizan a nuestra Psicología
positiva) son la esencia misma de la dinámica humana. A su turno, y de diversas
maneras, profundos pensadores de la tradición occidental lo han expresado,
desde el griego Heráclito de Éfeso en el siglo Vantes de nuestra era (“La
guerra es padre de todas las cosas”) hasta Hegel en el siglo XIX (“La
dialéctica no es un método sino la forma de ser de la realidad”, “La historia
es un altar sacrificial”), desde Marx (“La violencia es la partera de la
historia”) hasta Freud (de ahí su formulación, ya con la teoría bien
solidificada, de una pulsión de muerte). Es decir: el manso paraíso libre de
diferencias no existe, es un mito, una ilusión.
Si se quiere decir de otra forma: la “normalidad” entre los humanos
(considerados en su dinámica individual o colectiva) implica el desorden, algo
que se escapa de control, el elemento de la discordia. Hay siempre,
forzosamente, un nivel de incertidumbre, de malestar. Lo racional, el sujeto
bienpensante hacedor de su voluntad, el Yo como centro supremo de la vida
psíquica, caen. “Nadie es dueño en su propia casa”, dirá Freud. Lo interesante,
lo que la Psicología de raigambre biologista no puede procesar -y su filosofía
concomitante tampoco-, es que ese supuesto “caos” tiene un orden, una lógica.
Lo aparentemente “irracional” no es tal. No es un cuerpo extraño invasivo;
tiene un porqué, admite una lectura sistemática. El inconsciente se mueve por
procesos claramente identificables: condensación y desplazamiento, dirá Freud
en los albores del Psicoanálisis.
“Estructurado como un lenguaje siguiendo los modelos de la metáfora y la
metonimia”, agregará posteriormente Lacan amparado en la ciencia lingüística.
La dinámica social, del mismo modo, tiene una lógica intrínseca, descubierta y
formulada a su manera por Hegel, o por Adam Smith, resituada
revolucionariamente luego por Marx: “El trabajo es la esencia probatoria del
ser humano, y la lucha de clases es el motor de la historia”.
Esa es la pieza fundamental de estas dos grandes visiones de lo humano
dadas por estos dos grandes pensadores, continuamente vilipendiados y tenidos
por muertos: Marx y Freud. El presente texto no pretende ser un panegírico de
ellos, sino mostrar que son… cadáveres muy raros, eternamente insepultos, pues
su obra sigue produciendo mucho escozor. ¿Por qué? Porque ponen el conflicto en
el centro de lo humano. Y si hablamos de temas humanos: de la angustia, del
deseo, de la explotación, de las miserias varias, del malestar, no hay
experimento de laboratorio con control de todas las variables que pueda dar
cuenta de ellos. El estudio del cerebro no explica la complejidad de lo humano,
que es siempre social, pues no existe el “individuo” aislado. Eso es un
artificio didáctico para estudiar el cadáver en la mesa de disección. Y ese es
el modelo que siguen las neurociencias. Pero lo humano es más que un cadáver:
es un ser social, sexuado, deseante.
Las neurociencias, con su pretendido sello de cientificidad indubitable
-las llamadas
“ciencias duras” trasmiten esa ilusión-, más allá del supuesto rigor que
exhalan, quedan cortas, tremendamente cortas para entender las complejidades
humanas. Los experimentos de laboratorio son manipulaciones tecnológicas: los
conceptos fundamentales de las ciencias no salen de observaciones con todas las
variables controladas. La ilusión en juego es que una medición rigurosa (la
fría asepsia del laboratorio es su ícono fundacional) otorga conocimientos
rigurosos. Debe recordarse, sin embargo, que las elaboraciones científicas (la
ley de la inercia, o de la gravitación universal, la física cuántica, la teoría
del Big Bang, la relatividad o los fractales, así como el inconsciente o la
plusvalía, solo para poner algunos connotados ejemplos) surgieron de la
construcción conceptual, y no mirando atentamente por un microscopio.
Las neurociencias, en tanto pegadas a la tradición biomédica, no pueden
superar la noción de equilibrio, de homeostasis. En definitiva: de adaptación.
Esa categoría es válida en lo concerniente a la dimensión físico-química de la
materia viva. La dimensión que ahora nos interesa, de la que pretende hablar la
Psicología en tanto lectura de la subjetividad, no se explica por mecanismos
biológicos. Freud, neurólogo como era, desechó rápidamente un abordaje
neurofisiológico para acercarse al dolor psíquico. Su recomendación, dada desde
tempranas épocas y mantenida a lo largo de toda su vida, fue siempre que para
navegar en las profundidades de lo humano lo más pertinente era tener una
formación humanista.
Lacan lo complementará invitando a estudiar Semiótica o Topología. ¿Cómo
explicar desde la homeostasis el deseo, siempre errático e insatisfecho, o la
guerra, o el racismo, o el patriarcado? El estudio del cerebro no explica la
transgresión, que es algo que nos define como especie. ¿Y el chiste, o el
poder? ¿Lo explican solo asociaciones neuronales? El prejuicio biologista es
funcional, en definitiva, a una visión psiquiátrico-normativista de la conducta
humana. Eso es lo que hacen las neurociencias. Su punto de llegada es un manual
descriptivo de sintomatología observable, empíricamente constatable, que arroja
una cantidad (siempre creciente) de “psicopatologías”. Curioso lo que sucede
con esas “enfermedades”. Años atrás la homosexualidad era considerada un
trastorno psíquico, una enfermedad, o un delito (en Gran Bretaña, por ejemplo,
estuvo prohibida hasta 1967). Hoy día ya no lo es. ¿Y el rigor científico? ¿Qué
conexión sináptica la explica?
Del mismo modo podríamos preguntar por las “epidemias” psicopatológicas
de moda: años atrás ni siquiera existía en los manuales el hoy día tan
difundido “trastorno bipolar”. En la actualidad es uno de los diagnósticos más
frecuentes. Y otro tanto se puede decir de lo que se llama Trastorno de
Hiperactividad -TDH- en la niñez. Anteriormente esto no existía.
¿Cómo es que ahora resulta una “patología” tan frecuente? Esos cambios
en la diagnosis hacen pensar más en ¿modas? o, mejor aún, en estrategias
mercadológicas impulsadas por las grandes corporaciones farmacéuticas que,
continuamente, van descubriendo “nuevas” patologías. Sumamente curioso, porque
eso no mejora sustancialmente la práctica clínica, pero sí sirve para la
acumulación de capital en estas grandes empresas. Como dato nada
insignificante: los ansiolíticos -producto sumamente consumido en todo el
mundo- están entre los medicamentos de mayor venta. ¿Mejora eso la salud mental
de las poblaciones?
Curioso también esta proliferación de “enfermedades”, que obviamente
necesitan de un enorme arsenal psicofarmacológico para ser atendidas,
aumentando ventas en forma exponencial, en tanto el Psicoanálisis usa solo tres
categorías para abordar lo humano (neurosis, psicosis y psicopatías; alguna de
esas “cosas” somos todos, no hay “normalidad” por fuera de esas estructuras).
En ese orden de ideas, las descripciones de síntomas observables que
arrojan esos estandarizados manuales (en Guatemala el más usual es el legado
por la Academia estadounidense, como no podía ser de otra forma, conocido por
sus siglas en inglés: DSM – Manual Diagnóstico y Estadísticos de los Trastornos
Mentales-, hoy en su versión número V), sirven como guía de acción (¿libros
sagrados?) de la práctica clínica en el ámbito Psi.
Curioso que, a sideral distancia de lo recomendado por el fundador del
Psicoanálisis y por su más connotado seguidor, Jacques Lacan, quienes llamaban
a estudiar historia, filosofía, arte, semiótica, humanidades en sentido amplio,
lo que prima en la formación del personal del campo Psi (psiquiatras y
psicólogos, con algunos otros advenedizos que venden “curas milagrosas”) es el
sumergirse en las neurociencias. ¿Por qué será que un manual como el DSM es
libro de cabecera obligado de los psicólogos? Si, como dirá Freud, la
Psicología es siempre social, ¿por qué no priorizar eso en vez de la visión
biológico-individualista que prima actualmente en la formación académica?
Sin dudas, hay mucho que discutir allí. Hoy vemos un aluvión de
“prácticas” Psi, siempre amparadas en la idea de conciencia, razón, voluntad,
fuerza del Yo. Así tenemos desde coaching hasta counseling, terapias
energéticas, aromaterapias, libros de autoayuda y un sinfín de acciones que
llaman a pensar qué hay detrás de todo eso. Como mínimo, y para cerrar el
presente texto a modo de conclusión: 1) el terror a reconocer que el conflicto
hace parte vital de nuestra humana existencia, revelador de los límites
infranqueables: muerte y sexualidad, por lo que son infinitamente más
tolerables toda esta suerte de “apapachoterapias” que acarician buenamente al
ego, y 2) el aluvión de bio-medicalización que intenta copar el campo Psi es un
gran negocio para los fabricantes de psicofármacos.
Al mundo de los psicólogos a quienes va dirigida la presente publicación
se les invita a reflexionar críticamente sobre todo lo dicho. El debate está
abierto.
Fuente
No hay comentarios:
Publicar un comentario