Resulta sobrecogedor que una institución que está creada para formar personas felices, sea el lugar en el que algunos alumnos y algunas alumnas encuentran dolor, angustia, desesperación e, incluso, la muerte. Hablo del bullying o acoso escolar. Se trata de un acto o una serie de actos intimidatorios y normalmente agresivos o de manipulación por parte de una persona o varias contra otra persona o varias, normalmente durante un cierto tiempo. Es ofensivo y se basa en un desequilibrio de poderes.
Acabo de prologar
un libro, coordinado por Arnaldo Canales, que pronto verá la luz en Santiago de
Chile. Se titula “Historias que sanan”. Una hermosa paradoja este título ya que
las historias que han causado daño, al ser contadas, curan a quienes las
cuentan y a quienes las leen. Arnaldo, presidente de la Fundación Liderazgo
Chile e impulsor de la Ley de Educación Emocional en dicho país, predica con el
ejemplo. Pide que otros escriban, pero lo él hace también en un doble y
valiente relato, uno en el que humildemente se confiesa verdugo y otro en el
que describe sus vivencias de víctima.
Las historias del
libro curan porque previenen. Y curan porque cicatrizan. Curan porque ayudan a
reflexionar y curan porque ayudan a sentir. La reflexión demanda que no se
repitan estos casos tan dolorosos y la compasión nos redime ante las víctimas.
El libro, escrito
con la sangre, contiene catorce relatos autobiográficos en los que los autores
y autoras (más chicas que chicos, por cierto) cuentan el calvario que vivieron
en la escuela. Sobrecoge imaginar el terror con el que estos niños/jóvenes
acudían a la institución escolar cada mañana, como si fueran al patíbulo. Iban
a sufrir, no a disfrutar. Iban a ser machacados y machacadas, no a ser
protegidos y queridos. Iban a sufrir, no a aprender.
Voy a elegir
algunos párrafos de tres de esos relatos. Me ha costado decidirme por
estos tres, ya que todos son extraordinariamente interesantes, por auténticos y
dolorosos.
Yanira García
Correa titula su relato “El poder de las palabras”. Describe el comienzo. Y
dice:Recuerdo el día en que todo comenzó; la profesora estaba preguntando de
dónde éramos, para conocernos, y cuando me tocó a mí, todos me miraron
sorprendidos y comenzaron a susurrarse cosas. Desde ese día, el acoso era algo
constante, algo del día a día, tan rutinario, no había ni siquiera un día de
silencio. Aislamiento, nadie quería incluirme en grupos de trabajo, nadie se
juntaba conmigo en los recreos, me elegían de las últimas en las actividades de
educación física, me gritaban insultos, me escondían mis cosas. Una infinidad
de momentos que hacen que la vida de una niña se vuelva tan triste. Llegó un
momento en que comencé a mentir; sentía que esa era la única forma en la que
por fin me podrían aceptar, pensé que así al menos tendría un amigo, eso era
todo lo que quería. Pero no valió para nada lo que pensé; les había dado otro
motivo por el que acosarme, ahora me gritaban mentirosa”.
Haré referencia a
un segundo relato de los que integran el libro. La autora se llama Macarezza
Meléndez y titula su historia con una contundente palabra “Burlas”. Extraigo
este párrafo, que se centra en los motivos de la saña:
“De niña yo tenía una gran inseguridad: mis
orejas. No podían gustarme, sentía que eran muy grandes, que eran muy largas,
que eran muy todo. Evitaba recogerme el cabello en una cola, utilizaba siempre
mi pelo suelto cubriéndolas o usaba gorros y evitaba que la gente las mirara
por mucho tiempo, porque me sentía insegura y en casa lloraba por ello. Algunos
compañeros míos me molestaban sistemáticamente, incluso mis amigos, y yo me
sentía muy mal al respecto. Siendo una niña, no sabía qué hacer para cambiar
las cosas, e incluso llegué a pedirle a mi madre que me operara lo antes
posible porque me acomplejaban”.
Tercer párrafo
relacionado con las consecuencias. Claudia Soto titula su relato ”Barbie
negra”. Estremece leer lo que escribe: “Fue tanta la depresión que intenté
suicidarme siete veces, buscaba desesperadamente trozos de vidrios, quería
sentir un dolor más fuerte del que ya sentía, me lancé a un gran pozo de leña,
me golpeé tantas veces con la madera y nada, tomé pastillas hasta casi desmayarme
en frente de un río, una compañera evitó que me ahogara…”.
¿Cómo puede
soportar tanto dolor un niño o un joven que está abriéndose a la vida?, ¿qué
visión pueden tener del mundo en que viven?, ¿qué sentido puede tener para
ellos un futuro que solo ofrece desesperación?, ¿cómo sorprenderse de que les
ronde la idea del suicidio?
En esos relatos
aparecen cinco tipos de víctimas. Los que practican el bullyng son también
victimas porque se convierten en crueles verdugos. Son también víctimas porque
se convierten en miserables agentes del mal. Se envilecen convirtiendo a un
compañero en un objeto al que ponen al servicio de su sadismo. Me pregunto por
los intrincados caminos que les han llevado a disfrutar haciendo
daño al prójimo. Me pregunto por los extraños mecanismos psicológicos que les
llevan a elegir a sus víctimas. Porque la víctima no es un compañero
cualquiera. Es alguien con alguna tara física o psíquica pero, sobre todo, es
alguien que no va a saber ni poder defenderse. Es alguien que reúne unas características
peculiares que son cuidadosamente estudiadas por los agresores.
Son víctimas
también aquellos que corean, aplauden, ríen y graban las acciones del matón. No
golpean pero alientan a quien lo hace. No abusan pero animan a quien toma la
iniciativa. Pienso en ellos como víctimas porque se cargan de
violencia moral.
Considero víctimas
también a quienes callan. A todos aquellos que no tienen el valor de oponerse,
de denunciar, de decir basta. Se lavan las manos, miran para otra parte, se
encogen de hombros como si no fuera con ellos. Son víctimas porque el silencio
les envilece.
Son víctimas de esa
lacra quienes no son capaces de observar con sagacidad y atención. ¿cómo es
posible que llegue un alumno al suicidio sin que nadie haya visto el
más mínimo indicio de angustia o desolación?, ¿cómo es posible que se haya
producido un dolor tan horrible sin haber oído una palabra o una
señal de alarma?
Es víctima también
la institución que, lejos de ser un espacio de aprendizaje de la convivencia,
se convierte en una cárcel donde se practica la tortura.
Claro que las
víctimas por excelencia son aquellas personas que son objeto de
burlas, risas, golpes, humillaciones y desprecios. No en una ocasión aislada
sino de forma persistente y asfixiante. Cuesta pensar que ese
proceso destructivo, que se basa en la crueldad sistematizada, tenga lugar
en la escuela. El verdugo suele actuar con un grupo que aplaude y ríe divertido
y que calla y encubre. El verdugo busca adquirir poder y que todos le teman. En
realidad, lo que dice a todo el mundo es: cuidado, que también te lo puedo
hacer a ti. Busca provocar el miedo.
He leído
recientemente el excelente libro de Keith Sullivan, Mark Cleary y Ginny
Sullivan titulado “Bullying en la enseñanza secundaria. El acoso escolar: cómo
se presenta y cómo afrontarlo”. Dicen los autores que “cuando las
escuelas alaban la política contra el bullying, pero no la cumplen,
ponen a los estudiantes en peligro. El mensaje es muy
claro: las escuelas deben estar completamente implicadas en el desarrollo
de un entorno seguro. Lo que hacen las escuelas es mucho más
importante de lo que dicen”.
No sé si en estos
tiempos de confinamiento habrá desaparecido el bullying de forma plena. Porque
hay formas diversas de ciberbullying, como estudia con rigor Alejandro Castro
Santander en su libro “Bullying duro, bullying blando y ciberbullying”. ¿Qué
está pasando en este nuevo contexto?, ¿cómo se canalizan los impulsos sádicos?,
¿cómo se manejan los sentimientos? Hay que ponerse a observar, a preguntar, a
pensar y a intervenir.
Autor: Miguel Ángel
Santos Guerra
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