La suma de inconscientes y de irresponsables nos está llevando a una situación límite. Estamos al borde de un nuevo estado de alarma. La mayoría de los ciudadanos y ciudadanas son conscientes de lo que está pasando y se comportan de manera responsable. Pero hay una parte, espero que minoritaria, que nos está conduciendo al desastre: los inconscientes y los irresponsables.
Después de todo el
esfuerzo realizado, después de tantos sacrificios, después de haber pagado el
tributo de tantas muertes, estamos en un tris de volver al
principio. Y está muy claro: si todos y cada uno cumpliéramos
estrictamente las normas, no habría más contagios. Hay dos grupos que nos ponen
a todos en peligro: el grupo de quienes no piensan y el de los que piensan
estúpidamente que si contagian a alguien, que se aguante el
interesado, la familia y el país.
Hay quien ha
confundido el fin del confinamiento con el fin de la pandemia. Algunos han
salido a la calle pensando que estaba superada la crisis, que todo había
pasado. Y no. El virus sigue entre nosotros. Nos podemos encontrar con la
muerte a la vuelta de la esquina.
Cuesta asomarse a
la televisión, escuchar la radio y ver los titulares de la prensa
escrita en estos días. Habituados a comprobar que la curva de contagios y de
fallecidos caía hasta desplomarse, es terrible ver ahora que los rebrotes se
multiplican y volvemos a sentirnos amenazados. La esperanza se diluye en la
inconsciencia y en la irresponsabilidad de algunas personas. Hoy, viernes,
hemos alcanzado la peor cifra de contagios desde mayo: casi un
millar.
Los inconscientes
ni se dan cuenta de la gravedad de la situación y de las consecuencias de sus
actos. Salen sin mascarilla, no guardan la distancia de seguridad,
acuden a fiestas multitudinarias… Asusta ver las playas abarrotadas, las
fiestas masivas, las discotecas saturadas… Un descerebrado ha organizado en
Pamplona un partido de fútbol entre infectados y negativos. Los inconscientes
tienen un comportamiento propio de un niño sin juicio o de un loco que ha
perdido la capacidad de razonar. Y luego están los irresponsables. Estos son
conscientes de la gravedad de la situación, pero se mofan de ella. Saben lo que
se deriva de su forma de actuar, pero les importa un bledo.
Son sabedores
del daño que causan, pero les da igual. Pueden contagiar y matar a
alguien, pero no les importa. Pueden hacer que la economía se vaya al traste,
pero les trae al pairo. Algunos que integran este grupo son insumisos a
quienes les gusta desobedecer y quebrantar las normas. Otros son
avaros que duplican o triplican o cuadruplican el aforo permitido de sus
negocios.
Cuesta pensar, dado
lo que nos estamos jugando, que haya personas con ese elevado nivel
de inconsciencia y con esas insuperables dosis de irresponsabilidad. ¿Cómo se
explica este proceder insensato en unos casos y criminal en otros?
La norma es clara.
La información es persistente.
La insistencia es
machacona. ¿Por qué siguen produciéndose los rebrotes que nos tienen al borde
del precipicio?
Durante mucho
tiempo miramos hacia los responsables políticos y hacia los sanitarios. Hoy
tenemos que mirar hacia los ciudadanos y las ciudadanas de a pie.
Yo creo que la
solución no está en las multas. Con lo cual no quiero decir que no se pongan
cuando se incumpla la norma. Lo que pasa es que si alguien solo obedece por el
miedo a la multa, cuando no le vean, cuando pueda zafarse de la vigilancia, se
comportará de manera delictiva. Como si, cuando no sea sancionado, no se
produjeran los daños consecuentes.
Desde mi
perspectiva, la solución, como en tantas otras cuestiones de este tipo, está en
la educación. Porque esta tiene dos soportes fundamentales que inciden en los
dos problemas que estamos enunciando. Un soporte de la educación está referido
a la inconsciencia, a la necesidad de aprender a pensar. a la capacidad critica
y de discernimiento. La persona educada es capaz de conectar las
causas con los efectos. Sabe que un determinado hecho conlleva una determinada
consecuencia. Es consciente de lo que pasa, tanto desde una
perspectiva general como desde la actuación individual.
Una determinada
causa, produce de forma inexorable un efecto. La consecuencia es fruto de la
lógica, no del azar. El otro soporte de la educación es
la ética, es decir la responsabilidad. La persona educada sabe qué
es el bien y qué es el mal y se adhiere al bien. No obra de manera que pueda
causar el contagio, la muerte y el desastre económico del país. Porque tiene
conciencia moral.
Cuando una parte
importante de la ciudadanía falla en estas dos exigencias
fundamentales del buen hacer democrático, pienso en el fracaso de la escuela a
la que acudió durante muchos años. ¿Qué aprendieron? ¿Aprendieron a pensar?
¿Aprendieron a ser responsables? Parece que no. Ya sé que existe el libre
albedrío del individuo, que ha podido tener una buena educación a la
que por egoísmo o pereza ha dado la espalda. Pero no dejo de preguntarme si no se
pudo actuar en la escuela de una manera más eficaz para conseguir esos logros,
a mi juicio, esenciales.
La llamada de
atención que quiero lanzar con este artículo va dirigida también a los padres y
a las madres. Sé por experiencia (tengo una hija adolescente) que los
jóvenes corren el peligro de sentirse inmunes, ya que están sanos y
su natural optimismo les hace creer que a ellos no les va a tocar. Es
responsabilidad de los padres y de las madres exigir a sus hijos un
comportamiento que no conlleve el peligro de contagio. Por otra parte, se ha
insistido tanto en que el virus ataca principalmente a las personas de
edad que los jóvenes pueden tener la impresión de que el
problema no va con ellos. Y, si realmente fuera, no les tocará pagar una
factura elevada. Pueden pensar, además, que si en 20 situaciones de riesgo
no ha pasado nada, ya nunca podrá pasar.
Existe un tremendo
error que consiste en pensar que, por uno solo y por una sola vez que se
incumpla la norma, nada puede pasar. Permítame el lector que le cuente, a
propósito de este error, que no es sino un mala excusa, una pequeña historia
que hace tiempo leí en un libro de Antonio Pérez Esclarín, titulado
“Para educar valores. Nuevas parábolas”, libro que tengo amablemente dedicado
por el autor. La historia se titula “El cuento de la solidaridad”. Dice así:
§ ¿Puedes decirme cuánto pesa un copo
de nieve, le preguntó un colibrí a una paloma.
§ Nada, fue la respuesta.
§ Si eso es lo que piensas, que
no pesa nada, te voy a contar una historia. El otro día me posé en la rama de
un pino, cerca de su tronco. Hacía frío y comenzó a nevar mansamente. No era
una de esas ventiscas terribles que azotan los árboles y los retuercen
dolorosamente. Nevaba como en un sueño, sin violencia, sin heridas. Como no
tenía nada que hacer, empecé a contar los copos que caían sobre la rama.
Después de muchas horas, había contado exactamente 3.741.902 copos, cuando cayó
el siguiente –sin peso alguno como tú dices- quebró la
rama.
Dicho esto el
colibrí levantó el vuelo. Pensaba ya de otra forma.
Esa ligereza, ese
olvido, ese despiste puede costar muy caro. La rama se rompe por un copo de
nieve. Tenemos que pensar que nuestro copo será siempre el 3.741.903. En
definitiva, el copo que quiebra la rama de la salud. No seamos
inconscientes. No seamos irresponsables.
Autor: Miguel Ángel
Santos Guerra
Fuente
https://mas.laopiniondemalaga.es/blog/eladarve/2020/07/25/inconscientes-e-irresponsables/
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